En los últimos años, hemos sido testigos de sonoras y exageradas muestras de anticipo de culpabilidad para quien es considerado sospechoso de la comisión de un delito. Ahí donde aún existe un proceso penal en curso, sin una condena, se califica al imputado o detenido como ¡culpable!, ¡delincuente!, o ¡asesino! En algunos casos, incluso, se le presenta con un traje a rayas o con el chaleco de detenido o procesado ante los medios de comunicación. Todo ello de la mano de un reclamo incesante de condena ejemplar y severa. En estos casos, la mayoría de las veces de gran repercusión, la presión extrajudicial proveniente de la sociedad, del sector político o de los medios de comunicación ha demandado la privación de la libertad del sospechoso que va a enfrentar al aparato de justicia penal, esto es, de aquel que aún no ha sido condenado y conlleva con ello a que el trato que se le dé sea de presunto culpable. Estas situaciones ponen de relieve uno de los principios constitucionales de mayor trascendencia: la presunción de inocencia. “Pocos principios jurídicos son tan fáciles de formular y tan difíciles de llevar a la práctica como el derecho constitucional a la presunción de inocencia” (Muñoz Conde, 2003).
Recordemos que fue la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, del 26 de agosto de 1789, emitida por la Asamblea Nacional Constituyente Francesa, que presentó este derecho en su artículo 9 establece: “Puesto que cualquier hombre se considera inocente hasta no ser declarado culpable, si se juzga indispensable detenerlo, cualquier rigor que no sea necesario para apoderarse de su persona debe ser severamente reprimido por la Ley”. Luego, se convirtió en la base de la Declaración de las Naciones
Unidas en 1948.
Sin duda, existen casos en los que aquel sospechoso podría ser condenado; pero también existen de los otros, quienes son absueltos o se les sobresee el proceso. En estos últimos, no solo pasan largo tiempo sometidos al proceso, sino que, además, en ciertos casos, son privados de su libertad preventivamente, pero llevarán el estigma social de ser un presunto culpable. Por ello, frente a determinadas prácticas que se producen a propósito de la persecución penal, resulta importante analizar de qué manera determinadas situaciones generan una inversión del principio de inocencia, pasándose indebidamente del derecho a ser tratado como inocente a la presunción de culpabilidad. Estas situaciones, si bien en su momento, hasta contaron con un respaldo normativo, terminan cobrando vigencia latente en la práctica
propia del sistema penal.
Así, a veces, se convierte en protagonista recurrente de la reclamada eficacia de la persecución penal, dejando de lado a la presunción de inocencia como pretexto de una eficacia punitiva en la que se pretende imponer la lucha contra la impunidad como sinónimo de persecución penal eficaz, sin tener en
consideración que, incluso, durante la investigación le corresponde al fiscal actuar con criterio de objetividad, esto es, tiene la obligación de indagar los hechos que determinen y acrediten la responsabilidad o inocencia del imputado ahí donde la persona sigue siendo inocente.
En lo que sigue, analizaremos diversos escenarios que representan una muestra de cómo, en el Perú, ciertas prácticas o usos indebidos de determinadas instituciones procesales podrían generar una situación de inversión de la presunción de inocencia por la de presunción de culpabilidad. Situaciones que, en algunos casos, han tenido respaldo normativo, pero la mayoría de veces responden a determinados comportamientos de los agentes del sistema penal. La identificación de estas situaciones se hace teniendo como referente un análisis histórico del tratamiento procesal y la constitucionalidad de la medida adoptada.